Notas de prensa 02/03/2020 Opinión
Jordi Farré Coma, coordinador del grupo de investigación Asterisc y director de la Cátedra URV-Repsol de Excelencia en Comunicación
Coronavirus comienza con la «C» de Comunicación
La comunicación de riesgo es una inversión en conocimiento, confianza y credibilidad
La comunicación de riesgo es una inversión en conocimiento, confianza y credibilidad
Vivimos en una sociedad del riesgo global sin fronteras que se nutre de conocimiento, complejidad e información. El riesgo se ha convertido en un concepto central y transversal que nos encadena a la amenaza en potencia, el peligro potencial y la vulnerabilidad humana. Nos remite a la probabilidad, pero también a la posibilidad; nos proyecta hacia el futuro, anticipándonos lo que aún no existe pero podría existir; nos permite prevenir y alertarnos de peligros que pueden causar daños en un horizonte verosímil.
El riesgo es una forma de comunicación y una estructura narrativa que se difunde y construye a través de muchos canales posibles de información recibida con entramados en los que confluyen el conocimiento, la confianza y la credibilidad. Como subraya el sociólogo alemán Beck, la narrativa del riesgo es una narrativa de la ironía donde el riesgo difuso presupone decisiones en torno a las que hay que contemplar todos los escenarios posibles, aunque sean más o menos improbables. Por lo tanto, aparte del conocimiento derivado de la experiencia y la ciencia, debemos considerar la imaginación, la sospecha, la ficción y el miedo.
Para tratar la crisis del coronavirus tendremos que hacer un ejercicio de simplificación argumental. Si lo afrontamos como tormenta perfecta para las narrativas de riesgo global, en esta trama vírica encontramos unos actores principales, los emisores del riesgo, representados a grandes rasgos por la ciencia, la política y la comunicación. Como en el fenómeno del cambio climático nos encontramos atrapados entre este tripartito.
La responsabilidad como promotores del cálculo de riesgo del Covid-19 recae en los virólogos, epidemiólogos y médicos que son los expertos: los que lo bautizan, lo hacen visible, lo descifran y cuidan de los infectados. Se encargan de investigar las causas de este brote y cómo combatir el virus, de arbitrar medidas de control para apaciguar la extensión de contagios, de diagnosticarlo y tratarlo médicamente. La ciencia es conocimiento y deviene el dique de contención.
La responsabilidad como gestores del riesgo y la emergencia recae en los organismos internacionales de salud, en las autoridades políticas locales, regionales y estatales. Se ocupan de minimizar las consecuencias para la ciudadanía: se establecen acciones de confinamiento o de cuarentena, se aplican y actualizan los protocolos de seguimiento y se hacen recomendaciones de prevención, protección y precaución a la población. La política es confianza y se convierte en la correa transmisora de las decisiones públicas basadas en la concienciación, la coordinación y la cooperación.
La responsabilidad en la comunicación del riesgo se hace recaer, con demasiada frecuencia, en los medios de información. El derecho a recibir una información veraz y plural es uno de los principios de las democracias sobre el que se sustenta la existencia de una opinión pública libre: informar, interpretar y explicar, fijar la agenda y controlar el gobierno y otras instituciones. Se afanen para seleccionar, priorizar y evaluar todo lo que se sabe, y no, sobre el coronavirus: se dan números, se hacen cronologías, se recogen declaraciones, novedades y se someten a escrutinio los discursos científicos y las medidas políticas. La información periodística es credibilidad, contraste de las fuentes, y crítica.
Cuando afrontamos la irrupción de un riesgo sistémico emergente de interés público, complejo, incierto y ambiguo, existen algunas pautas narrativas que emergen una y otra vez para apaciguar su imprevisibilidad y nuestros miedos desatados por lo desconocido: los epidemiólogos trabajan con estadísticas y porcentajes que hay que contextualizar y utilizar matizadamente y de forma sencilla, poniendo en su lugar el potencial de peligrosidad de la pandemia; las autoridades sanitarias proclaman que todo lo tienen a punto y reclaman mantener la calma y no caer en el pánico; los medios se convierten en los amplificadores de estos discursos basados en fuentes oficiales.
Sin embargo, ante la vigilancia extrema del coronavirus y las llamadas a la calma, grandes sectores de la opinión pública reaccionan emocionalmente más que racional. Les cuesta comprender las lógicas del conocimiento científico que nos hablan de un virus, muy contagioso pero poco letal, de la familia del SARS y el MERS, que parece provenir de los murciélagos que tienen un sistema inmune que los hace muy tolerantes a los virus. Se desconoce por ahora qué otro animal ha sido el intermediario en el contagio a humanos. Las autoridades sanitarias piden que no se compren mascarillas porque no protegen del contagio y alertan de su desabastecimiento. Los medios serios reflexionan sobre cómo pueden informar sin generar alarmas innecesarias junto a unas redes sociales que propagan rumores, mentiras, falsos remedios y especulaciones de toda índole.
Todo parece indicar que el rol de guardián para evitar los peligros puede empujar opiniones de todo tipo a pasarse de la raya, a proclamar una seguridad que no puede satisfacerse y a evaluar que los costes políticos de la omisión son mucho mayores que los derivados de las reacciones desmesuradas. Cuando el coronavirus pase evaluaremos si se minimizó o magnificó el riesgo, aunque su peligrosidad mutante resulte a todas luces innegable. De hecho, la lucha permanente contra este virus es una metáfora de nuestros tiempos convulsos y nos pone ante el espejo roto de la libertad de movimientos y de expresión demostrando de que todavía no disponemos de instrumental adecuado para afrontarlo.
Una vez la infodèmia se ha desatado ya no tiene freno. Ya lo hemos experimentado en otras crisis sanitarias: el SARS de 2003, la gripe de 2009 o el Ebola de 2014. Las lecciones a extraer son múltiples pero son las ciencias sociales las que más pueden ayudarnos, porque lo esencial del riesgo es su comunicación. Una vez las autoridades y la opinión pública convierten estos y otros peligros en riesgos que se expresan y comunican masivamente, urge invertir en comunicación científica, institucional y mediática; y aún más allá, en la apropiación sociocultural del riesgo por una opinión pública receptiva y crítica. Las sombras de los riesgos glocales son alargadas y nos debemos preparar mejor para calcularlos y gestionarlo su comunicación. Un programa de investigación básica potente orientado hacia la comunicación de riesgo es una necesidad perentoria para fortalecer culturalmente la asunción de la incertidumbre. Habitamos en una sociedad sometida de manera creciente a las narrativas mediatizadas sobre riesgos difusos y globales, los presentes y los que vendrán.